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Este es el texto del elogio pronunciado por Soyisile Pono en el funeral de su padre Samuel Mxolisi Pono el 4 de octubre de 2025 en Ciudad del Cabo
Gracias por estar aquí hoy, para estar con nosotros, llorar con nosotros y celebrar la vida de un hombre que nos dio tanto.
Estamos reunidos para honrar utatau uSmanuel Mxolisi Pono, uMtehmbu, uDlomo, Madiba, uYem Yem, uNqololmsila, uSophityo, Uvelebembenstsela, uZondwa, oZondwa Zintyababa zingasoze zimense nto.
Hijo de Queenstown. Y un alma que vivió, transformó y dio con un profundo propósito.
Era muchas cosas para mucha gente: Sam, Mxolisi, Mr Pono, bra Mxi, Ta Sam, pero para nosotros era simplemente uDe.
El hombre que tocaba con el corazón. Desde el principio, la música formó parte de él. Mi padre creció en una familia en la que la música no era sólo un talento, sino una forma de vida. Tanto la familia de su madre como la de su padre eran conocidas por sus dotes musicales, y ese legado perduró en él. Él y sus hermanos se criaron en un hogar donde las melodías llenaban el aire y la música vivía en sus corazones.
A menudo me contaba historias de su viaje a la música, historias que siempre me inspiraron. Crecer en Queenstown en los años setenta no fue fácil. La vida era dura, las oportunidades escasas y el camino para convertirse en músico estaba lleno de obstáculos. Pero mi padre, junto con su hermano pequeño, Mlungisi "Goofy" Pono, y sus amigos, llevaban dentro un sueño que nada podía truncar.
Ensayaban donde podían: en la calle, en patios traseros, incluso en casas abandonadas. No importaba que el tejado tuviera goteras o que las paredes se estuvieran cayendo a pedazos. Lo que importaba era el sonido, el ritmo y la alegría que compartían cuando tocaban. Los instrumentos escaseaban, así que cuando uno de ellos conseguía hacerse con una trompa, un tambor o una guitarra, todos lo compartían. Se enseñaban unos a otros, se corregían y se empujaban a crecer.
Me contaba cómo perseguían la música en cualquier forma que pudieran encontrarla: viejos discos, cintas de grandes músicos de jazz o incluso simplemente escuchar algo en la radio e intentar reproducirlo de oído. Estudiaban esos sonidos, rebobinándolos una y otra vez, hasta que sus dedos conseguían encajar las melodías.
Nunca fue fácil, pero tenían la pasión, se tenían el uno al otro y sentían un amor ardiente por la música que les hacía seguir adelante.
Mi padre se reía cuando me contaba que, a pesar de las dificultades, siempre encontraban la manera de tocar. A veces no tenían sillas, a veces no tenían electricidad, a veces no tenían instrumentos, pero tocaban de todos modos. Eso es lo que eran: jóvenes soñadores con la música en la sangre. Transformaban la lucha en ritmo y las penurias en armonía.
Aquellos primeros días no sólo forjaron su música, sino también su carácter. Le enseñaron resistencia, creatividad y el poder de la hermandad.
En nuestra casa, su música era el fondo de la vida: mañanas tempranas, noches tranquilas, tardes llenas de risas.
Lo que hacía extraordinario a mi padre no era sólo su talento, sino su honestidad. Su valor para enfrentarse a sí mismo. Como muchos hombres de su generación, se enfrentó a muchos retos difíciles, pero nunca permitió que le definieran. Eso requería fuerza, una fuerza silenciosa, firme y poderosa. Nos enseñó que un hombre no se perfecciona por no fallar nunca, sino por levantarse una y otra vez con gracia y verdad.
En 1973 viajó al extranjero, no para enriquecerse, sino para escuchar, aprender y comprender cómo la gente de todo el mundo se recuperaba de la división. Cuando volvió a casa, se dedicó a la reconciliación. Trabajó para superar las divisiones raciales, espirituales y generacionales. Se preocupó especialmente por los que no eran tenidos en cuenta: comunidades que sufrían, voces que no eran escuchadas.
No gritó. No buscaba protagonismo. Se limitó a hacer su trabajo con compasión, compromiso y claridad.
En el fondo, era un hombre de familia. Conoció a mi madre y se casó con ella, una mujer dulce y fuerte. Juntos construyeron un hogar basado en el amor y el respeto. Y para todos nosotros fue una luz que nos guiaba. Por encima de todo, amaba a la gente, de verdad, sin importar quién fueras o de dónde vinieras. Te trataba como si importaras. Conseguía que cualquiera se sintiera como de la familia, tanto si te conocía desde hacía 10 años como si te conocía desde hacía 10 minutos.
Teníamos las mejores conversaciones. A veces estábamos de acuerdo, a veces discutíamos, pero siempre eran enriquecedoras, siempre respetuosas. Echaré de menos todos esos debates, más de lo que puedo decir.
Hay tantas cosas que podría decir de él, pero lo que más destaca es el amor y la generosidad que llevaba consigo todos los días.
Aunque te hemos perdido en el sentido físico, sé en el fondo de mi corazón que ese espíritu nunca muere. Papá, puede que tu cuerpo haya descansado, pero tu voz, tu risa y tu fuerza siguen vivas en todos nosotros.